LAS NOCHES QUE AÚN ME ABRAZAN
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Hay un dicho que reza: “Quien con niños se acuesta, meado se levanta”. Nunca me gustó. Nunca encajó conmigo. Cuando mis hijos eran pequeños, dormíamos juntos muchas noches. Me encantaba sentir cómo, uno a uno, se iban deslizando en silencio hasta mi cama, y yo les abría espacio, como quien abre el corazón. Dormía poco, lo admito—las posturas eran imposibles, el sueño liviano— pero el alma, ay, el alma dormía envuelta en plenitud. La maternidad no cabe en palabras. Hay algo más allá del amor, más vasto, más hondo: una entrega sin medida, una renuncia dulce que no se siente pérdida. Durante la infancia, durante la adolescencia, una se disuelve y se vuelve tierra fértil, cauce, refugio, brújula. Y mientras los guías en su búsqueda, son ellos quienes te enseñan a andar con los pies más desnudos y el corazón más despierto. Fueron años intensos, desbordantes. Tiempos de carreras y canciones, de mochilas y disfraces, de lecturas compartidas, ...