LAS NOCHES QUE AÚN ME ABRAZAN
Hay un dicho que reza: “Quien con niños se acuesta, meado se levanta”.
Nunca me gustó. Nunca encajó conmigo.
Cuando mis hijos eran pequeños, dormíamos juntos muchas noches.
Me encantaba sentir cómo, uno a uno, se iban deslizando en silencio hasta mi
cama,
y yo les abría espacio, como quien abre el corazón.
Dormía poco, lo admito—las posturas eran imposibles, el sueño liviano—
pero el alma, ay, el alma dormía envuelta en plenitud.
La maternidad no cabe en palabras.
Hay algo más allá del amor, más vasto, más hondo:
una entrega sin medida,
una renuncia dulce que no se siente pérdida.
Durante la infancia, durante la adolescencia,
una se disuelve y se vuelve tierra fértil,
cauce, refugio, brújula.
Y mientras los guías en su búsqueda,
son ellos quienes te enseñan a andar
con los pies más desnudos y el corazón más despierto.
Fueron años intensos, desbordantes.
Tiempos de carreras y canciones,
de mochilas y disfraces,
de lecturas compartidas,
de risas que estallaban como fuegos
artificiales,
y llantos que arrullaban como lluvia en la noche.
Me iba a dormir cansada, sí,
pero con el pecho lleno de gratitud,
como quien guarda un tesoro cada día.
Los años han pasado.
Cada uno encontró su rumbo,
y nuestros caminos se han alejado y reencontrado mil veces.
Pero algo permanece, firme, invisible:
un hilo sutil que nos une,
una hebra tejida con ternura y memoria
que no se rompe ni con la distancia, ni con el tiempo, ni con el dolor.
Sabemos que estamos,
aunque no nos veamos.
Sabemos que nos tenemos.
Y cuando volvemos a encontrarnos,
basta una sonrisa para recordarlo todo.
Ya no dormimos juntos.
Ya no necesitan mis brazos como antes.
Pero yo sigo aquí.
Y estaré, siempre.
Agradecida por ser parte de sus vidas.
Hoy brindo por ellos,
por Santi, Paula y Cris.
Por lo que fuimos, por lo que somos
y por el amor que no caduca.
Os quiero con todo lo que soy.
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