EL MUELLE Y EL REFLEJO
El muelle y el reflejo
No fue planeado. Solo tomó un desvío, buscando un sitio tranquilo para
almorzar, lejos del ruido habitual. Era un día caluroso, limpio, con ese tipo
de sol que parece mirar directamente al corazón. El lago apareció de pronto,
como una respuesta suave a una pregunta aún no formulada. Aparcó el coche y
caminó hasta un muelle de madera que se internaba unos pasos en el agua. Se
sentó. Estaba sola.
Las libélulas revoloteaban a su alrededor con una ligereza casi mágica. No
eran molestia; parecían mensajeras de algo sutil, como si custodiaran ese
momento suspendido entre dos etapas de la vida. El agua estaba en calma, como
ella, pero con hondura. En silencio, comió. El aire estaba lleno de vida,
aunque por dentro, algo en ella aún caminaba descalzo por los restos de un
mundo que había cambiado para siempre.
Un año antes, su marido había muerto. Sus tres hijos ya vivían fuera,
construyendo sus propios universos. La casa familiar estaba llena de memorias y
habitaciones demasiado grandes. Y ahora, ella estaba allí, frente al lago,
preguntándose —aunque no en voz alta— qué hacer con su vida.
Fue entonces cuando una barca apareció a lo lejos. En ella, una familia:
dos hombres y tres niños pequeños. Reían, hablaban en alemán. Al acercarse,
intercambió unas palabras en inglés. Venían del otro lado del lago, estaban de
vacaciones. Pronto desembarcaron para que los niños pudieran jugar cerca. Ella
los observó alejarse con una mezcla de ternura y distancia. También ella había
sido parte de una familia de cinco. También hubo un tiempo de risas pequeñas
corriendo por parques y veranos compartidos.
Volvió la mirada al lago. No era nostalgia lo que sentía. Era algo más
quieto, más profundo. Como si su alma, por un instante, aceptara lo que fue y
bendijera lo que ya no está.
Entonces apareció ella.
Una mujer. Llegó sin hacer ruido, y sin decir una palabra, comenzó a
quitarse la ropa. Su gesto era sereno, natural. Como si perteneciera al calor,
al sol, al lago mismo. Se sentó cerca. Comenzaron a hablar. La conversación fue
rápida en volverse verdadera. No había máscaras. Hablaban de la vida con esa
mezcla de ligereza y profundidad que solo puede existir entre desconocidas que,
de algún modo, se reconocen.
Se rieron. Mucho. Se entendieron más allá de las palabras. Era como si
ambas hubieran llegado a ese muelle desde orillas distintas, pero con un mismo
cansancio, una misma necesidad de autenticidad.
El reloj marcó la hora. Debía volver al trabajo. Se levantó, aún con la
sonrisa suspendida. La mujer le pidió su contacto en LinkedIn. Intercambiaron
nombres, una promesa suave de continuidad.
Ya, sentada en su escritorio, antes de sumergirse de nuevo en la rutina, le envió un
mensaje de agradecimiento. Un pequeño gesto para sellar la calidez del momento.
Al instante, recibió uno suyo. Ambos mensajes marcaban la misma hora
exacta: 13:16.
No lo olvidaría.
No porque fuera mágico —aunque lo fue—, sino porque algo en ese encuentro le recordó que no todo está perdido. Que aún podía surgir la risa, el vínculo, la verdad. Que la vida seguía tendiendo puentes, incluso ahora, desde el silencio de una nueva etapa. Que aún quedaba mucho por vivir. Y que , lentamente, empezaba a volver a ser ella misma.
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