UNA TARDE INESPERADA

 



¿De dónde eres? Qué pregunta tan sencilla y, a la vez, tan cargada de sentido. En clase la repetimos tantas veces que mis alumnos podrían responderla dormidos: soy de España, soy de Suecia. Pero, a fuerza de usarla, me he preguntado muchas veces por qué nos importa tanto el origen, esa coordenada que creemos que nos define.

Hoy, esa misma pregunta, tan elemental, me ha regalado una compañía inesperada. Lo que, en un principio, iba a ser un rato a solas mientras esperaba para recoger el coche, se ha convertido en algo completamente distinto, como si la tarde hubiera decidido desviarse de su camino habitual.

Después de un mes de noviembre ajetreado —viajes, actividades, reconocimientos, trabajo sin pausa—, me había reservado este fin de semana para descansar y reencontrarme conmigo misma. Se avecina un diciembre lleno de emociones y despedidas, y necesitaba un pequeño alto en el camino. He hecho algunas tareas en casa y luego he bajado al pueblo. He dejado el coche en el taller para una revisión rutinaria y me he dirigido a hacer unas compras, intentando contagiarme del ambiente prenavideño.

Pero las calles estaban extrañamente tranquilas. No hacía frío, pero el día tampoco invitaba a vagar sin rumbo. Cuando he terminado, me ha apetecido una fika, así que he entrado en la konditori y he elegido una mesa junto a la ventana, dispuesta simplemente a observar el mundo pasar.

Entonces la he oído. Una voz con acento extranjero, aunque no lograba situarla. ¿Italiana? ¿Francesa? Hablaba con una anciana sentada a su lado; conversaban en sueco sobre cosas sencillas, cotidianas.

La mujer joven, alta y de aire deportivo, llevaba vaqueros, botas de montaña y un jersey de lana con dibujos nórdicos. La señora, más tradicional, lucía un jersey rosa que hacía juego con su sonrisa. La joven hablaba despacio, con prudencia; la otra la acompañaba, la corregía suavemente. Qué forma tan hermosa de aprender un idioma, he pensado.

Han pasado unos minutos así: ellas tejiendo su conversación, yo con mi café entre las manos, mirando hacia la calle pero escuchándolas sin querer. En un momento, la extranjera se ha levantado para buscar una servilleta y, al volver, nuestras miradas se han encontrado. Sin pensarlo, le he sonreído; ella me ha respondido con la misma calidez. He querido decirle que yo también era extranjera, que hace unos años me encontraba en su mismo lugar, tratando de domar palabras nuevas; que no tuviera prisa, que todo llega.

Pero lo único que ha salido de mis labios ha sido:—Perdona… ¿de dónde eres?

Y así, sin más ceremonias, hemos empezado a hablar. Nos hemos presentado, nos hemos reconocido, y las palabras han fluido como el agua de un río que ya conoce su destino. Me han invitado a sentarme con ellas. La tarde, que yo imaginaba silenciosa y solitaria, se ha abierto como una ventana.

Louise, de Canadá; Ingvor, de Smålandsstenar; y yo, de Jaca. Un trío improbable. Hemos compartido risas, anécdotas, heridas antiguas, sueños futuros. Hemos intercambiado teléfonos. Quizá volvamos a vernos.

Ahora, ya en casa, sigo sorprendida. Una mirada y una sonrisa han bastado para transformar una tarde cualquiera en algo extraordinario. Y pienso, con una mezcla de asombro y ternura, que esta pregunta tan simple —¿de dónde eres?— encierra a veces más caminos, más puertas, más posibilidades de las que imaginamos.



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